“Siento que no luché solo contra una máquina. Luché contra la sombra de lo que representa”, dijo Garry Kasparov después de ser derrotado por Deep Blue, una supercomputadora desarrollada por IBM. Fue en 1997. Hoy, Kasparov somos todos. Salvo por el detalle de que todavía no ganamos ningún campeonato mundial.
Sigmund Freud, padre del psicoanálisis y probablemente una de las mentes más influyentes de la historia, dijo que su disciplina representaba la tercera herida narcisista de la humanidad. Según Freud, la primera estocada al ego vino de la mano de Nicolás Copérnico, quien nos demostró que la Tierra no era el centro del universo. La segunda fue Darwin, con su teoría de la evolución, que barrió con la certeza divina de que fuimos creados por Dios. No, somos una especie más, venida del mono. Y Freud sumó: ni siquiera somos dueños de nosotros mismos. Nuestros actos, emociones y pensamientos están gobernados por el inconsciente.
“Pero tenemos la ciencia, el arte, la creatividad”, podemos objetar.
Y justo en ese momento, acorralados contra las cuerdas de la existencia, la inteligencia artificial aparece como ese gancho que nos devuelve a la lona. Nuestra creación más ambiciosa, la que nos fascina y nos aterra, ya es capaz de reemplazarnos en muchas tareas, incluso las más creativas.
Pero yo soy periodista, artista, cantante, empresario. ¿Vos creés que una IA puede hacer lo que hace mi mente?
La respuesta es: sí. Ya puede hacerlo. O lo hará dentro de unos meses. Esto es imparable.
El ego herido grita, se resiste, patalea. Muchos que lean estas líneas van a salir indignados con alguna anécdota de cómo la IA se equivocó en tal o cual dato, y otras pavadas por el estilo. Gente hermosa, divina, tierna: hace apenas unos años no sabíamos ni cómo funcionaba esta tecnología. Hoy está cambiando la forma de producir, de pensar y —en algún punto— nos obliga a repensar qué es ser humano.
¿Qué tiene errores? Claro. ¿Y qué? Es como mirar la Catedral de Notre Dame y quejarse porque el piso no está bien barrido.
Hace unos días, como productor de un programa de televisión, puse al aire a un avatar de inteligencia artificial que debatía si un texto escrito por IA podía ser tan valioso como uno hecho por la pluma de un humano. Algunos colegas se enojaron conmigo. Uno incluso me dijo: “Esto es pegarse un tiro en el pie como periodista.”
¿Lo es? ¿Negar o ignorar un fenómeno global que está redefiniendo nuestras vidas puede ser una forma inteligente de enfrentar sus consecuencias?
Hablemos de eso. ¿Conocen el FOMO? Fear of Missing Out, el miedo a quedarse afuera. Bueno, esto trajo su propia versión más oscura: el FOBO, Fear of Becoming Obsolete. Miedo a volverse obsoletos.
El FOBO nos pega a todos. Las IAs escriben cada vez mejor. Las versiones pagas hacen cosas que, sinceramente, hace un año nos hubieran parecido de ciencia ficción. Y esto, obvio, implica redefinir nuestros trabajos. Los sueldos, ya golpeados, van a caer en picada. Porque hay una IA que puede hacer gratis gran parte de nuestras tareas.
Pero un integrante de LAIA (Laboratorio Abierto de Inteligencia Artificial), David Coronel, me dijo algo que me quedó resonando:
“Ojo, que lo que te puede volver obsoleto es el FOBO mismo.”
Claro. El miedo paraliza. Nos hace reaccionar torpemente. Nos frena, nos encierra en el “no quiero saber nada con eso” justo cuando más necesitamos entenderlo. Y al no usarla, no aprendemos. Y al no aprender, perdemos. Así de simple.
Eso no quiere decir que sea solo una cuestión de actitud, como decía Fito. Pero empieza ahí. Después, hay que subirse al ring. Donde, incluso con la mejor actitud del mundo, igual te pueden cagar a piñas.
Entonces sí, hay una cuarta herida narcisista. Pero también hay una millonésima herida laboral. Lo que está en juego son nuestros trabajos. Y resistirse con nostalgia o disfrazar el miedo de dignidad solo hace que sea más difícil sobrevivir.
Entonces, ¿qué hacer?
Subirse a la ola.
Cabalgar al toro. O al menos no salir corriendo ni mirar para otro lado como si el monstruo no estuviera en la habitación.
Si la IA puede escribir notas, tal vez haya que volverse editor de un medio que publique notas escritas por IAs. Si puede hacer animación, capaz te tenés que armar una productora de películas animadas.
“Pero yo soy periodista, soy dibujante.”
Perfecto. Amás escribir, amás dibujar. Podés seguir haciéndolo. Y seguramente vas a poder mejorar lo que hace una IA. Ahí va a estar tu valor agregado.
¿Cuál es el verdadero miedo, entonces? En el fondo, como siempre, la cosa es filosófica.
“Bueno, pero si finalmente una máquina me gana en el ajedrez o escribe mejor que yo, ¿qué sentido tiene que esté en el mundo?”
“Soy menos importante que una IA. No soy una persona mágica ni especial.”
Bienvenido. Llegaste a la pregunta que vale la pena hacerse.
Porque si la IA nos devuelve esa pregunta —la del ser—, entonces su llegada no fue en vano. La revolución de la inteligencia artificial renueva la gran pregunta: ¿qué es un ser humano?
¿Somos solo una combinación de recuerdos, sensaciones y emociones? Si es así, una IA puede reemplazarnos en todo. ¿O hay algo más? ¿Qué es lo vivo en nosotros? Son preguntas que están desde siempre. Solo que las habíamos tapado con series de Netflix y videos de gatitos.
La IA vino a patearnos el culo justo cuando estábamos achanchados, cómodos en nuestro cinismo, protestando desde el sillón de la queja.
“Perder contra Deep Blue fue una experiencia impactante. Pero, con el tiempo, lo vi como una victoria para la humanidad. Creamos algo que podía desafiarnos — y eso es progreso”, reflexionó Kasparov muchos años después de aquel episodio. Antes se había enojado, acusó a IBM de hacer trampa y pasó por períodos de melancolía.
Pero creció. Se volvió más profundo. Fundó un movimiento opositor a Putin en Rusia. Hoy sigue alzando la voz contra los atropellos a los derechos humanos y escribe sobre geopolítica, tecnología e inteligencia artificial.
Kasparov perdió. Pero se transformó.
Nosotros, tal vez, también podamos.
Es hora de desinfectar la herida narcisista y dejar que cicatrice.