Lo colectivo es una idea completamente omnipresente en el socialismo desde los orígenes del marxismo.
El Manifiesto Comunista finaliza la exhortación a los trabajadores del mundo para que se unan. Esta sola frase multiplica miles de líneas. Una de ellas es la superación, de manera consciente y política, de la tendencia a la competencia que impone el propio sistema de explotación.
Sin embargo, tras las traumáticas experiencias sociales del siglo XX, (sí, porque el nazismo y el estalinismo podrían interpretarse, en la psicología histórico social, como grandes traumas cuyas heridas aún no han sanado del todo), “lo colectivo” requiere una reflexión elaborada a quienes nos planteamos la tarea de pelear, hacia el futuro, por una sociedad diferente.
Bajo el estalinismo, “lo colectivo” fue contrapuesto al desarrollo íntegro de la personalidad y la libertad humana. El aplastamiento del desarrollo de la propia creatividad política frente a la masa, o más bien, sometiendo la potencialidad de la clase trabajadora a los intereses de una burocracia que, hablando en nombre de la primer revolución socialista triunfante, usufructuaba para su propio beneficio. Así, el “socialismo real”, lejos del medio para liberar a los explotados de sus cadenas, se transformaba en nuevas cadenas, y la defensa de éstas era vendida como los intereses colectivos del conjunto de la humanidad.
Tras su derrumbe, el capitalismo supo hermanar ideológicamente esta atroz falsificación del ideario bolchevique con la experiencia del nazismo y el fascismo bajo el símbolo “totalitarismos”. El neoliberalismo rapaz tras los ‘80 y el auge de los nuevos “libertarios” tiene algo en común al respecto, ambas expresiones se solidifican sobre la promesa de libertad individual, que asocian a libertad de consumo y a una idea optimista frente al futuro, la tecnología y la recompensa del esfuerzo individual. Tras ese manto, defienden la desigualdad más atroz y la inmoralidad de un sistema en el que millones son empujados a la miseria mientras que otros nadan en dinero, con la destrucción de la naturaleza como telón de fondo.
La defensa de “lo colectivo” por los socialistas debe refinarse, politizarse y romper con su herencia estalinista, si quiere salir del catálogo como una falsificación melancólica e impracticable y proyectarse hacia el futuro. Para ello, además de nuestra política, comunicación y estrategia, es inevitable que repensemos nuestras propias formas de organización interna, no a partir de las críticas autonomistas o posmodernas, sino recuperando la propia práctica militante que nos ha dado frutos.
En la pelea por abrirnos paso contra viento y marea, el socialismo militante hace muchas veces uso de la fuerza de la unidad, pero siempre trabajando en la clarificación de los objetivos mediatos e inmediatos. Cuando nos abrimos paso en un gremio o frente único de lucha, actuamos sometiéndonos a la voluntad mayoritaria siempre que no haya un conflicto de principios y esos pasos hagan avanzar la lucha, pero dejando claras nuestras posiciones, aún cuando podamos quedar en minoría.
En múltiples casos donde nuestras corrientes son minoritarias, privilegiar la unidad sin garantizar a la vez espacios de clarificación y debate representaría diluirnos en corrientes populistas o de conciliación de clases en abandono de nuestra estrategia.
“Lo colectivo” sin una sana estructura política democrática donde puedan expresarse las diferencias y unificarse en base a los acuerdos existentes, no es más que una pantomima, un subterfugio para justificar de manera moral la imposición de una línea que, para avanzar, requiere invisibilizar (o aplastar) voluntades. Con este tipo de maniobras, múltiples veces, los burócratas sindicales aíslan a los núcleos de activistas clasistas en los gremios y lugares de trabajo.
Una organización cuyo régimen interno degenera puede aún reunir un número importante de valiosos camaradas que mantengan entre sí fuertes lazos de cariño y amistad. Esto vale para organizaciones políticas o incluso frentes de lucha. En Argentina eran un “clásico” lo divertidos, masivos e intensos que eran los campamentos de la juventud del PC, partido que cometió mil y un horrores oportunistas y burocráticos.
La camaradería de la actividad militante, los fuertes lazos de amistad y las uniones de todo tipo que se generan entre compañeros de lucha son, sin duda, un baluarte inmenso para nuestro movimiento, pero la defensa de “lo colectivo” como valor socialista requiere de su politización y refinamiento. Requiere de una justificación política y de una orientación estratégica. Esa es una de las principales enseñanzas de Trotsky y su lucha por corregir el rumbo del movimiento en una aplastantemente desfavorable relación de fuerzas durante los años ‘20 y ‘30.
La guía de la tradición bolchevique establece ciertas reglas universales para el régimen interno de una organización. Congresos periódicos e instancias de debate plenas, la posibilidad de quedar en minoría y votar en los organismos, la existencia de tendencias y fracciones, la posibilidad de publicar debates en los órganos de cara a la vanguardia. Estas normas, que cuando hay gran unidad política y acuerdo general parecen formales, son los carrilles que salvaguardan la experiencia militante colectiva. Mecanismos para que las organizaciones tengan un idea y vuelta con los movimientos, la clase, la militancia, las nuevas generaciones, etc. Sin democracia política y desarrollo de la personalidad militante, “lo colectivo” se vuelve una justificación moral para un nuevo tipo de mini-burocratismo. Una cáscara vacía donde es imposible que surja lo nuevo, una pantomima abstracta carente de potencial transformador de la realidad.
Antes del surgimiento del marxismo, el sólo hecho de la existencia de personas abocadas a superar el capitalismo con el socialismo era una conquista irrefutable del futuro sobre el presente. Con el surgimiento del socialismo científico, y más aún tras las duras experiencias, triunfos y derrotas del siglo XX, los socialistas hemos sido forzados a tener que justificar nuestra existencia con argumentos políticos y teóricos.
Uno de los desafíos de los socialistas del siglo XXI será recuperar, en la idea de socialismo, el concepto de futuro. Es imposible sin arrancar dialécticamente la contraposición entre libertad y colectivismo, entre socialismo y creatividad, entre militancia y vida. Contraposiciones solidificadas por el trauma del estalinismo y completamente ajenas al verdadero bolchevismo, al verdadero socialismo revolucionario.