Aunque muchos de sus seguidores no quieran igualar la decisión de no ser candidata a la de un retiro, inevitablemente Cristina se está alejando de la centralidad política.
No es una novedad. El operativo clamor de este año (si bien con ribetes más desesperados) también ocurrió en 2019.
La designación de Alberto como candidato a Presidente en el marco de la presentación del libro “Sinceramente”, fue vendida en su momento como una táctica genial por parte de la militancia K.
Sin embargo, la renuncia de 2019 a ser candidata fue el primer paso hacia el corrimiento de su centralidad. La estrategia era presentada como la formación de un gobierno “más amigo de los mercados” con la excusa de que a ella no iban a dejarla gobernar.
La confesión tácita de esta estrategia es que el kirchnerismo sólo está dispuesto a avanzar hacia la justicia social “si los poderes reales lo dejan”, si hay un marco de consenso con los capitalistas.
En el 2001, tras una agudísima crisis social y el fracaso de una salida sangrienta por parte de Duhalde, los capitalistas estuvieron dispuestos a aceptar que los superávits comercial y fiscal se repartieran un poco, con el objetivo de restaurar la legitimidad en el sistema capitalista, fuertemente dañada tras el “qué se vayan todos”.
La rebelión popular había sido tan aguda y radicalizada que, de no encontrar una mediación para reabsorberla, los movimientos de lucha podrían ir aún más lejos y hacia la izquierda. “Dar algo para no perderlo todo”, como decía John Maynard Keynes, un famoso economista de la segunda posguerra.
Progresivamente avanzó la reabsorción, un sector de los capitalistas empezaron a considerar que “ya estaba bien de repartir”, porque la amenaza de la rebelión popular había quedado atrás. La crisis del 2008 con el campo fue el punto más álgido de este conflicto, y el proceso sobre el cual se formó el PRO.
El 2011 cristalizó, mediante la reforma electoral, el sistema de internas abiertas que permitió reemplazar la crisis del bipartidismo tradicional por un sistema de coaliciones. En su afán reinstitucionalizador, el kirchnerismo le dio a la oposición patronal la herramienta para enfrentarlo y derrotarlo en 2015. Su tarea histórica estaba cumplida.
Pero volviendo al presente, cuando el albertismo, con el apoyo de la oposición en el parlamento, votó un pacto con el FMI de “facilidades extendidas”, más allá del bochinche de Máximo en la cámara de diputados, no hubo una férrea oposición, no hubo plan alternativo, no hubo movilizaciones.
Tampoco Cristina asumió un rol de conducción cuando se desató una crisis interna por el intento de Guzmán de subir las tarifas a los servicios públicos (cosa que ahora Massa está llevando adelante), ni amagó a reemplazarlo por alguien de su propio riñón cuando Guzmán renunció en medio de un discurso de Cristina en julio de 2022.
La exigencia de Cristina a Alberto fue siempre que “agarre la lapicera”, no que siga tal o cual plan, tal o cual programa o que aplique tal o cual medida. Es decir, Cristina ya estaba corrida de la centralidad política mucho antes de que comience el operativo clamor 2019.
Ese corrimiento era expresión de una autopreservación. Al no tener plan alternativo, asumir las responsabilidades de gobernar en el marco de esta crisis hubiera dilapidado al kirchnerismo como fuerza progresista. Simplemente llevaba adelante una táctica de “despegue” para no tener costo político por las políticas de ajuste del gobierno.
La dicotomía era: preservar el relato progresista o mancharse las manos con el ajuste. Pero el límite es que el relato k se basó en el mejoramiento material de la realidad de amplios sectores. Corriéndose de la responsabilidad de operar un cambio de rumbo, la crisis que se quiere evitar simplemente se dosifica. El embrujo comienza a disgregarse.
Las apariciones públicas de la Vicepresidenta por estos días fueron nuevos capítulos de esta misma estrategia. Preservar, con el relato, un movimiento en crisis que ha encontrado su límite histórico, y que es responsable del callejón sin salida en el cual se encuentra nuestro país.
En la carta publicada sobre el final del congreso del PJ, donde por cuarta vez renunció a ser candidata, la Vicepresidenta señala:
La historia que siguió es la misma de siempre con el Fondo en nuestro país: interviene, toma el timón de la economía argentina, impone su programa económico y se dispara otra vez el proceso inflacionario sin control en la Argentina. La casualidad no es una categoría política y, por eso, no es casual que ninguno de los dos Presidentes que aceptaron el programa del FMI conserve aptitud electoral. Sin embargo, en política sí hay causalidad y la determinante es la economía.
Cristina ataca tanto a Macri como a Alberto Fernández, afirmando que, al pactar con el FMI, dilapidaron la adhesión electoral.
¿Anticipa una derrota electoral del peronismo? ¿No fue ella también parte de este gobierno? ¿Massa, a quien viene apoyando, no venía presionando desde la cámara de diputados por una renegociación incluso antes de la firma del acuerdo de facilidades extendidas?
Massa está haciendo más que utilizar sus vínculos con Washington para que el Fondo adelante 10 mil millones y que le permita, con ese dinero, intervenir en el mercado cambiario, con el único objetivo de que el gobierno llegue a las elecciones sin un gran sobresalto económico. Al mismo tiempo, impulsa un blanqueo de capitales, al igual que hizo Macri durante su gestión.
¿Es el reconocimiento de un kirchnerismo que busca preservar su fuerza orgánica de cara a una elección que sabe que no tiene posibilidades de ganar?
Una fuerza que se cierra sobre sí misma, de manera sectaria, con el único fin de su autopreservación basada en el relato, no puede ya ser una fuerza progresiva-transformadora.
Con el paso al costado de Cristina, no de su candidatura, sino de encabezar cualquier pelea por mejorar la calidad de vida de los trabajadores y sectores populares (algo pretendido por su base electoral pero que nunca fue del todo así), se abre un proceso de. Es el fin del kirchnerismo como lo conocemos.
La eventual ruptura del Frente de Todos es un proceso inexorable que ya empieza a manifestar síntomas, como la radicalidad en el discurso de candidatos como Grabois o las críticas abiertas a la cobardía K de sectores de la izquierda popular.
Pero así como Cristina decepcionó a miles de activistas y militantes que depositaban en ellas sus esperanzas, el gobierno de Alberto y Cristina ha decepcionado a millones que esperaban que se termine con el ajuste macrista y se recuperen políticas redistributivas. En lugar de eso, creció el hambre, la indigencia, la pobreza, el trabajo en negro y las cadenas de sometimiento al imperialismo. Hoy, incluso una enorme porción de los trabajadores en blanco son pobres.
Los sindicatos peronistas han sido cómplices de este brutal deterioro de nuestras condiciones de vida. El fracaso a ambos lados de la grieta ha dado lugar al surgimiento de la ultraderecha, expresada en Milei, que defiende un programa de guerra total contra la clase trabajadora.
Es hora de construir un nuevo movimiento político, con todos aquellos que vemos amenazados nuestros derechos por el avance de la derecha.
Cuando Cristina decidió comenzar el giro hacia candidatos más amigables con los mercados como “Scioli” y “Alberto”, se le decía a las bases militantes, para consolarlas, que “el candidato es el proyecto”. Pues bien, fue ese proyecto nefasto de conciliación de clases lo que fracasó y nos llevó a la situación en la que estamos ahora.
Todo lo que existe, existe contra algo. Quizás esta sea una manera “punk” de explicar la dialéctica hegeliana. Se aplica a la cultura, a las distintas oleadas de música, y obviamente, también a la política. Es esa lucha entre contrarios lo que crea el dinamismo y el desarrollo.
Cuando fracasa un gobierno que dijo venir a reactivar la economía con inclusión, haciendo todo lo contrario a lo prometido, es lógico que la opinión rebote inicialmente hacia la derecha, porque rechazan el discurso falaz de quienes los decepcionaron.
Pero la conclusión de los activistas y militantes honestos que veían en el kirchnerismo una alternativa no debe ser decepcionarse e irse a la casa, ni tampoco seguir confiando ciegamente sin sacar ninguna conclusión de lo ocurrido.
Los trabajadores, los jóvenes, los sectores populares, necesitamos una nueva identidad política hegemónica en los movimientos de lucha. Una organización donde no estén nuestros propios verdugos. Unir fuerzas para enfrentarlos, resistir sus ataques y, eventualmente, derrotarlos.
La única alternativa nacional, en el plano electoral, que cumple con ese criterio organizativo, hoy por hoy, es el Frente de Izquierda, aunque con grandes límites. Pero es sólo un punto de partida. La necesidad política de un partido de trabajadores sin patrones tiene que ser extendida a otros sectores que no necesariamente piensen en todo como el trotskismo.
La puesta en pie de una organización de esas características, ya sea un partido, frente o coordinadora, puede ser un puente hacia esos miles de activistas decepcionados con el kirchnerismo y el peronismo y con todos aquellos que se quieran organizar para resistir.
Es un debate que nos tenemos que empezar a dar.